DICCIONARIO DE MITOS Y LEYENDAS

Creencias populares y santos milagrosos

 Costumbres Funerarias Chané

LAS ALMAS DE LOS MUERTOS ENTRE LOS CHANé

Federico Bossert
Licenciado en Ciencias Antropológicas, U.B.A.

a. Introducción

El objeto de estas páginas es examinar las nociones relativas al alma de los muertos entre los chané del norte de Salta, tal como pueden ser estudiadas en las representaciones religiosas (sean éstas mitos, relatos, casos o simples descripciones) y en aquellos ritos que las tienen por objeto. En particular, nos preocuparemos por exponer la coherencia simbólica que es posible descubrir entre las representaciones acerca del alma y el submundo, por un lado, y las ceremonias fúnebres y la fiesta del arete por el otro. Así, el análisis abordará el problema teórico planteado por la relación entre los ámbitos de la acción y el pensamiento religiosos. Por otro lado, a lo largo de estas páginas se mencionarán, al pasar, cuestiones como la función de los ritos fúnebres, la ambivalente relación que mantienen los vivos y los muertos, su contacto en las épocas de fiesta, o la relación que existe entre sus respectivas sociedades.

Las informaciones que aquí se exponen han sido reunidas a lo largo de diversas campañas etnográficas realizadas entre 1997 y 2000. Si bien las mismas fueron llevadas a cabo en varias comunidades chané y chiriguano del norte de la provincia de Salta -ubicadas en los alrededores del tramo de la ruta 34 que une Tartagal con Pocitos- aquí vamos a prestar especial atención al contraste que puede percibirse, respecto de estas creencias y prácticas, entre los chané de Tuyunti y los de Campo Durán. Pues, no obstante ambas comunidades están separadas por unos pocos kilómetros, sólo en la primera de ellas ha tenido lugar un proceso de evangelización sistemático y prolongado.

Así pues, también resultará de interés identificar las diferencias y matices que -a grandes rasgos- encontremos entre ambas respecto a las creencias y prácticas religiosas.

b. El alma de los muertos

Entre los chané, el alma de los muertos es denominada -en términos genéricos- aña. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas: los testimonios respecto al número de almas que conviven en cada hombre, y a la relación que éstas guardan con el aña, son muchas veces divergentes y otras tantas contradictorios. Aquí vamos a exponer, entonces, el cuadro medianamente coherente que a grandes rasgos puede abstraerse de las coincidencias básicas entre esos informes.

En principio, cada hombre posee dos almas. La primera es el ecove o cherecove. Todo hombre lo posee desde el nacimiento. Es el principio vital, lo que hace que uno viva y esté fuerte. Si una persona soporta las enfermedades, o vive muchos años, es porque su ecove es "duro". Se encuentra alojado en el pecho, del lado derecho del mismo; es de color blanco, claro y brillante. A lo largo de la vida del individuo, el ipuere ("fuerza" o "poder") del ecove va en ascenso, y, luego de los 40 o 50 años, comienza a decrecer; según algunos, con la vejez pasa de un color blanco y brilloso a otro más opaco, de tonos rojizos y pardos. La segunda alma es el chea (2). En sus características, se presenta como el perfecto opuesto del ecove: se encuentra alojado en el lado izquierdo del pecho, es de color negro, oscuro y opaco, y se mantiene inalterable durante toda la vida. Se la describe como una "imagen" que carece de carne, como una "sombra".

Los chané parecen ver en el ecove y el chea dos principios enfrentados y contradictorios -en Tuyunti, incluso, se llega a asociar al primero con el bien y al segundo con el mal-. A medida que se acerca la muerte, el ecove de la persona comienza a menguar, a perder fuerzas; en este mismo período, el chea se fortalece: comienza a aparecer fuera de su cuerpo, anunciando a los parientes, de este modo, el fin de la vida.

Así también, cuando una persona está muriendo lejos del poblado, su chea aparece entre los familiares. Por su parte, el ecove no puede abandonar jamás el cuerpo, pues la persona moriría en el acto.

El mismo testimonio de los chané señala que el ecove es mucho más que un "alma" del hombre. Así, los animales y plantas lo poseen porque viven; el río probablemente tenga ecove, el fuego indudablemente lo tiene; el grabador del etnógrafo lo posee, porque se mueve; todo lo que es nuevo, sano o vigoroso tiene ecove. Las palabras, sorprendentemente, poseen ecove. Esta enumeración, que parece extraída de alguna famosa página de Codrington, tiende a señalar que el término designa a la vida en general, al principio vital comprendido en los términos más amplios. Con el declinar de la vida del hombre, dijimos, el ipuere, el "poder" del ecove, comienza a decrecer, mientras el chea se fortalece. La preponderancia de este último comienza, entonces, con la cercanía de la muerte. En coincidencia con ello, se nos dijo que los niños pequeños no poseen chea, o bien que poseen un chea débil y pequeño; en Tuyunti hubo quien dijo: "el chea es mi pecado (heco)", y señaló que es lo que impide subir al cielo. La muerte, según todos los testimonios, significa un triunfo del chea sobre el ecove; el primero tiende, entonces, a terminar con la vida.

Cuando el hombre muere, sus almas abandonan el cuerpo por la boca, en la respiración. Tras la muerte, ambas toman destinos diversos. El ecove se dirige "cielo" (ara, literalmente "tiempo" o "cielo"). El chea, en cambio, se dirige al iwoca, ubicado en el monte o el cerro, donde encuentra a sus parientes, como veremos más adelante.

Por otra parte, se nos dice que el chea, si bien por las noches conserva una forma humana, durante el día se convierte en un zorro negro (aguara-u), el cual merodea las cercanías de la aldea, el lugar donde el cadáver fue enterrado. Verlo es, naturalmente, un mal presagio, y su caza está absolutamente prohibida. No obstante, si uno le formula una pregunta a este animal, el muerto la responde en sueños y bajo una apariencia humana.

Como hemos dicho, el chea gana preponderancia cuando la muerte se acerca: entonces comienza a aparecerse a los parientes del agonizante. Sin embargo, a lo largo de la vida, esta alma del hombre se manifiesta de modo permanente a través de sus sueños. El chea es, de hecho, lo que sale fuera del cuerpo cuando se sueña, y puede viajar grandes distancias durante la noche. Es por eso que en los sueños se ven distintas cosas. Asimismo, si se sueña con otra persona, es porque se ha encontrado su chea. Así, es posible actuar sobre los hombres a través de los sueños, y en consecuencia éstos poseen en la vida del chané una realidad y una relevancia extremas.

Como hemos dicho, en los testimonios acerca del número y naturaleza de las almas que conviven en el hombre se observan grandes divergencias, algunas de ellas provocadas por la influencia de la evangelización. Varios chanés de Tuyunti sostuvieron que habitan más de dos almas en el hombre, si bien no acertaron a ofrecer más que los nombres que ya conocemos. Así, algunos afirmaban que existen cuatro almas: dos ecove y dos chea. Cuando el niño ha sido engendrado, y se encuentra dentro de su madre, posee un solo ecove (es lo que le permite moverse). Dos meses después del parto, tumpa ("Dios") le otorga el segundo ecove, fundamental para mantenerlo vivo. Si el niño muere, significa que tumpa se lo ha negado, para castigar a la madre por alguna infracción o adulterio. Cuando el hombre muere, según un testimonio, un ecove -el más blanco de ambos- se dirige al "cielo" (ara); el otro, menos blanco y menos brillante, va al infierno (tata-guazy, "fuego grande"). Con el destino de los dos chea sucede algo similar: uno de ellos va al iwoca y el segundo se transforma en zorro. Ahora bien; en la versión que hemos reproducido más arriba, el ecove se dirigía al cielo (o, en algunos casos, al infierno), y el chea se reunía con sus parientes en el iwoca y eventualmente tomaba la forma de un zorro negro. ¿Qué ha ocurrido en esta segunda versión? Podemos suponer que de este modo se ha intentado conciliar las creencias tradicionales con las enseñanzas de los misioneros. La multiplicación de las almas y los espíritus ha asignado un alma distinta a todos los posibles destinos de ultratumba, y así ha eliminado los factores de elección (entre el cielo y el infierno) y de transformación (entre el aña que habita el iwoca y el zorro negro que se aparece a los vivos). Según otro testimonio, el aña se transformaba en zorro negro sólo en el pasado, porque entonces no había bautismos. Hoy en día, se nos dijo, el alma de los bautizados va al iwoca, y el alma de los otros es rechazada por quien guarda la puerta de este submundo y, condenada a vagar por el monte, se transforma definitivamente en zorro negro. En estos casos, vemos que el cristianismo no reemplaza los contenidos de las creencias, sino que las condiciona y las acota (3).

Ahora bien; llegado el momento de preguntarnos qué cosa es el aña, la cuestión se torna más que problemática. Si bien algunos informantes lo negaron, la mayor parte de ellos coincidió en afirmar que el chea es el aña. En cualquier caso, todos ellos se mostraron incapaces de establecer una diferencia entre ambos conceptos. La literatura etnográfica tampoco soluciona este misterio. Según Del Campana, ía era el nombre del alma, la cual tras la muerte se transformaba en aña. Sabemos que el Padre De Nino afirmaba que el aña era el alma de aquellas personas que habían tenido una muerte violenta o inesperada, y que por lo tanto poseía un carácter nefasto.

Si bien nuestras informaciones no son capaces de afirmar o negar este dato, nos permiten realizar una conjetura vagamente similar. La palabra "aña" se utiliza, mayormente, cuando se relata episodios en los cuales el alma de un muerto se aparece a los vivos; y muchos de estos relatos, en honor a De Nino, suelen ser inquietantes. En cualquier caso, la palabra aña en ninguno de los casos registrados fue usada para designar al alma de una persona viva; es, al parecer y por definición, el alma de los muertos. Podríamos suponer que se trata de una "transformación" que sufre el chea -la cual efectivamente tiene lugar, como veremos, en la Tierra de los muertos-; pero nada nos permite afirmarlo, pues en muchos casos las apariciones eran llamadas igualmente chea. Entre los chané no existe un sistema de culto a los ancestros ni ritos específicos que sirvan para incorporar o individualizar a los muertos asignándoles un status particular entre los vivos. El ritual funerario que vamos a examinar se propone, por el contrario, desagregar al alma del mundo de los vivos. Siguiendo la división realizada por Bradbury para los edo del reino de Benin, podríamos decir que los aña son "muertos no incorporados", auténticas "sombras". La etimología que atribuye a la palabra el significado de "alma errante" (a: "alma" y ña: "correr" o "vaguear") parece reforzar esta hipótesis.

Las almas de los muertos chané, más que representar un orden moral equidistante, mantienen hacia los vivos sus viejos amores y odios, y llevan a cabo sus antiguas vindicaciones y venganzas -tal vez, justamente, porque uno de los principales factores del mantenimiento del orden social es la amenaza y la sospecha de brujería, más que la simple adherencia a valores morales compartidos-. Las historias a este respecto son innumerables. Muchas de ellas señalan que, cuando muere una de las partes de un matrimonio, el sobreviviente corre un grave peligro, pues su cónyuge lo extraña, e intentará arrastrarlo consigo. Para proteger su morada de las añas, los chanés de Campo Durán dejan durante algunas noches de la semana, una vela encendida puesta a un lado de la puerta. También en el cementerio, lugar predilecto de las aña, suelen dejarse velas. El fuego, según se cree, mantiene las almas a distancia.

Veamos ahora si una descripción somera de los ritos funerarios chané nos permite comprender mejor estas creencias.

c. Las expulsión de los muertos: las prácticas fúnebres

Cuando un hombre muere, sus parientes cierran los ojos dl cadáver, lo lavan y lo visten con ropa limpia. Hoy en día, el cuerpo es recostado sobre una mesa, en el medio del cuarto, y es rodeado por las mujeres, que lloran y se lamentan a gritos; los criollos que han escuchado estas lamentaciones, las describen como una especie de canto, que no obstante observa cierta armonía, resulta escalofriante. Esto dura toda la noche.

Antiguamente, cuando los entierros se realizaban en tinajas (yambui-guazu), los parientes se turnaban para sostener al cadáver sentado en el piso, con el torso apoyado sobre las piernas flexionadas, hasta que esta posición ganaba su eterna rigidez. A la mañana siguiente, se lo levantaba y se lo introducía en la tinaja, con los brazos alrededor de las piernas y la frente apoyada en las rodillas. Según algunos, antes del entierro se celebra un último convite de chicha (canwi), y se deja un cántaro de esta bebida en casa del muerto, y otro cántaro dentro del cajón.

Antiguamente, el entierro se realizaba en la misma casa. La boca de la tinaja era sellada con un cántaro que oficiaba de tapa, al cual se sellaba con una cuerda de palo borracho (samou), para evitar que el cadáver entrara en contacto con la tierra. Se enterraba al cadáver con el rostro mirando hacia el naciente. Esto debe ser puesto en relación con otras prácticas y creencias fúnebres. Según creen, existe una suerte de "escalera" para subir al cielo (ara), y las almas necesitan luz para descubrirla. El alma del muerto -en este caso el ecove- debía recibir la luz del sol para hallarla, por eso el rostro del cadáver miraba hacia el este. Si el cadáver era enterrado mirando hacia el poniente, el cual es considerado oscuro, el ecove no encontraba su camino, y dilataba penosamente su partida. Aún hoy, el cadáver suele ser enterrado descalzo, para que pueda subir esta escalera.

Respecto al chea -que siempre resulta una presencia más preocupante- algunas precauciones eran tomadas para que pudiera completar su viaje al iwoca y, al mismo tiempo, para proteger a los vivos de su acoso. Junto al cadáver, se depositaba un poco de aticui (harina de maíz cocida), y un cántaro con agua. En la cavidad que se forma entre el esternón y el cuello era ubicado un pequeño mate, el cual contenía una vela encendida. Según dijeron, el fuego servía para protegerlo del frío de la noche y para que alumbrara su camino. Si los parientes olvidaban dar al muerto alguno de estos bienes, el alma se les aparecía, quejándose del frío, la sed o el hambre. Todas las pertenencias del muerto, aún hoy, se amontonan en el cuarto donde el cadáver pasa su última noche, pues se cree que el alma lleva consigo la "parte espiritual" de las mismas. Antiguamente, la ropa se ponía en la parte inferior de la tinaja; hoy se ubica debajo del cadáver, en el cajón. Una vez más: si estas pertenencias no le son entregadas, el chea regresa a reclamarlas, apareciendo en los sueños de sus parientes y "haciendo bulla" en los alrededores de su antigua morada y de su tumba. Finalmente, se cortaban las uñas del cadáver, pues de otro modo éstas producían un aterrador sonido de flautas, a medida que el alma recorría el camino al iwoca.

Durante todo el velorio, los parientes piden al muerto que se vaya, y que no se permanezca perturbando a la familia.

El mismo entierro tiene por objeto explícito y consciente alejar al chea del difunto: es necesario enterrar el cadáver para que su alma parta hacia el iwoca. Como hemos visto, cuando un hombre muere lejos, en el monte, su chea comienza a visitar a la familia, para advertirle lo que ha acontecido. éstos, entonces, deben buscar el cuerpo hasta encontrarlo y enterrarlo; si no lo consiguen, el chea permanecerá entre ellos.

No obstante estas precauciones, hemos visto que los chané son presa constante de las temidas apariciones de sus difuntos, los cuales en la mayor parte de los casos pretenden llevarlos con ellos. Así, por ejemplo, en Campo Durán los niños rara vez van solos al cementerio, pues se teme el ataque de las almas de sus familiares.

En cuanto al duelo, existían diversas prácticas. Las mujeres de la familia (las hermanas, madre, abuela y esposa del difunto) se cortaban el pelo. La viuda, hasta que el cabello no hubiera crecido por debajo de sus hombros, no podía usar adornos, ir de visita, ni tomar marido. Durante cierto período, algunos alimentos estaban interdictos para ella; principalmente, las carnes de cordero y de cerdo. En otras palabras, la viuda estaba obligada a lamentarse públicamente, y esta obligación era sancionada por castigos; así, por ejemplo, infringir los tabúes alimenticios equivalía a sufrir "ataques", en los cuales la pobre mujer gritaba como el animal cuya carne había devorado. Entre los chané, como ocurre en gran parte de los grupos guaraní (o, como en este caso, "guarinizados"), el nombre de los muertos era objeto de un riguroso tabú.

Según se nos dijo, luego del entierro, el aña del muerto merodea los alrededores durante algún tiempo, pues anhela volver a la vida. Sólo después de un tiempo se produce su desagregación del grupo de los vivos, y su agregación a la sociedad de los muertos, al iwoca. Tal como lo explicó Robert Hertz, este período es de un peligro extremo: es entonces cuando las interdicciones y las prácticas en señal de duelo son más pronunciadas; es entonces cuando el alma del difunto aparece más frecuentemente y su familia intenta mantenerlo lejos de la casa mediante ruegos y cirios encendidos. En Campo Durán, se nos dijo que cuando un "viejito" (ndechi) muere, su familia se encierra en la casa y evita salir, pues el alma anda rondando, "haciendo bulla", y "asusta" a los vivos. Sugestivamente, algunos piensan que esto es así porque, dado que no hay sacerdotes en la comunidad, allí no han aprendido a rezar. En cambio, a modo de plegarias, la familia habla con el aña para calmarlo, pidiéndole que emprenda su camino. Una semana después de la muerte, según algunos testimonios, el alma se aleja del poblado. El ipaye (chamán benigno) puede "curar" la casa con tabaco, para evitar que el aña moleste a la familia.

En todas estas comunidades, una vez por semana se dejan velas encendidas en las puertas y el cementerio, para alejar a las almas.

En resumen, en los funerales hemos encontrado prácticas destinadas al ecove y prácticas destinadas al chea. Estas últimas son, por mucho, las más numerosas e importantes. El pariente muerto, aún debido a su mismo afecto, se vuelve un ser peligroso, al cual es preciso rechazar y evitar. Como fuere, vemos que en las prácticas fúnebres -las principales que tienen por objeto al aña-, las almas de los muertos son tratadas con prudente respeto y con sumo temor. Como veremos en el próximo capítulo, estas actitudes se mantienen, a un nivel menos explícito, en el segundo rito dedicado a los aña: el arete.

d. La sociedad de los muertos: el iwoca

Tarde o temprano, las almas emprenden su viaje hacia la tierra de los muertos: el iwoca (la "casa de las aña"). Según nos informaron en Tuyunti, se encuentra ubicado hacia el norte, en el monte. Su aspecto sufre grandes transformaciones entre el día y la noche. Durante el día, toma la forma de un hormiguero, no muestra señales de vida, y se mantiene oscuro y silencioso. Durante la noche, es "como una ciudad": en su interior se encienden luces y se escucha música. Allí tiene lugar la "fiesta de los muertos", un perpetuo arete donde las almas bailan y beben chicha sin descanso. Su canto es descrito como un coro compuesto por gritos que no articulan palabras. Los instrumentos que allí suenan son la "parte espiritual" de los instrumentos de los vivos. Algunas noches especialmente silenciosas, quienes se atreven a entrar en el monte escuchan el sonido de esta fiesta.

El aña de un hombre llega al iwoca montada en el viento. Según algunos, en su entrada hay un "guardián", que lo recibe y lo lleva con sus parientes, quienes lloran al verlo llegar. Lo someten también a un baño de tierra, el cual opera en él una transformación: de aquí en más llevará los cabellos echados sobre el rostro, que quedará oculto. Podemos pensar, sin fantasear demasiado, que este baño -opuesto simétrico al baño de agua al cual se somete al cadáver- inicia al alma en su nueva condición y la incorpora al mundo de los muertos.

La vida social en el iwoca continúa los lazos sociales de los vivos: las familias vuelven a reunirse y los cónyuges vuelven a vivir juntos. En esta continuidad de los lazos reside también el peligro de los aña, que echan de menos a los seres con los cuales se encuentran ligados e intentan llevarlos con ellos. Por otra parte, alejados del universo social de los vivos por su muerte y su descomposición fisiológica, los aña reproducen en su propio ámbito, no sólo las relaciones sociales reales, sino ante todo las relaciones sociales ideales: la existencia de un continuo convite (4).

Ahora bien; con el paso del tiempo, el aña atraviesa una serie de transformaciones.

Para empezar, durante el día se transforma -como hemos dicho- en un zorro negro que deambula por el monte y en la cercanía de los cementerios. Tras su muerte en el iwoca, el aña puede adoptar distintas formas: hormiga, rata, víbora; pero en ningún caso se nos dijo que esta serie de transformaciones tuviera lugar de un modo regular e inevitable.

Por lo general, los informantes coincidían en afirmar que esta serie suele culminar en un árbol.

No solamente los muertos pueden entrar al iwoca. Dado que el sueño, como dijimos, consiste en un viaje realizado por el chea, éste puede visitar la tierra de los muertos durante la noche, y encontrar allí a sus parientes. Consecuentemente, se nos dijo que los niños muy pequeños no llegan aquí, pues aún no lo poseen chea. Sin embargo, el iwoca también puede visitarse en vida: se lo puede encontrar si se sigue el sonido de la fiesta, en las noches tranquilas (5).

e) La fiesta de los muertos: el arete

El arete ("tiempo verdadero") es la gran fiesta anual de los chané. Básicamente, consiste en una serie de danzas que describen un circuito circular y se prolongan durante toda la noche, y en las cuales se bebe enormes cantidades de chicha y alcohol. Su duración es variable: puede abarcar entre tres días y un par de meses. Durante los últimos días de la fiesta, algunos hombres -en particular los jóvenes- se presentan con el rostro cubierto por una máscara y realizan una serie de actos rituales específicos.

El nombre genérico para esas máscaras rituales es aña-aña. Mientras tanto, los nombres específicos describen siempre alguna particularidad de cada tipo de máscara.

Así, aquéllas que representan un rostro deformado por la vejez se denominan añandechi (donde ndechi significa "viejo"); las que se prolongan en una superficie plana por encima de la cabeza se denominan aña-hanti (donde hanti significa "cuernos"); y las utilizadas por los jóvenes se denominan aña-tairusu (donde tairusu significa "joven"). Como queda claro, la raíz de todos estos nombres, el término que a todas luces debería contener el concepto de máscara, es aña, palabra que como hemos visto designa al alma de los muertos.

En la fiesta del arete no sólo se representa a los muertos a través de sus máscaras, sino que además se actúa del mismo modo que éstos. Pues los actos de la fiesta (la música, los bailes, los gritos, la ingestión de chicha), son rutinarios en el iwoca. Por lo pronto, esto nos indica que el nombre de las máscaras, y la creencia en la llegada de los muertos durante el arete, posee un sustrato real y concreto en el contexto simbólico de prácticas y creencias relativas a las nociones chané de "persona" y de "alma".

Debemos preguntarnos, entonces, de qué manera -y, si es posible, por qué razón- la máscara ritual juega este papel de "puente" o "medio" entre el mundo de los muertos y el de los vivos. Revisemos, para ello, las particularidades de su confección y uso. En primer lugar, a diferencia de las otras máscaras fabricadas por los chané, la máscara ritual (aña hanti) debe elaborarse en secreto. El artesano debe ir al monte en soledad y trabajar la madera lejos de la mirada del resto de la gente. Similarmente, durante la fiesta los enmascarados envuelven su cabeza con telas y se apartan del grupo cuando se levantan la máscara para beber. De modo que -al menos en el plano de las reglas y las intenciones- los enmascarados no deben ser reconocidos.

La identidad del enmascarado debe ocultarse porque, según se cree, éste se transforma durante la fiesta en el aña, en el antepasado, en el muerto. Y esta transformación es atestiguada por su conducta. El aña-aña se dedica a hacer lo que los muertos hacen en el iwoca: danzar y beber. Por otra parte, dado que no pertenece a la sociedad de los vivos, no tiene por qué respetar sus normas de decoro y cortesía, y así le es permitido -por ejemplo- acosar impunemente a las mujeres. Finalmente, cuando habla, lo hace con una voz aguda y finita. Esta última práctica se propone, una vez más, ocultar la identidad del enmascarado -si bien recuerda, al mismo tiempo, la antigua creencia guaraní que atribuía a los muertos una voz similar a la de los niños- (6).

Hemos recogido dos relatos que, si bien no se proponen explicar acabadamente el origen de las máscaras, ofrecen un vínculo entre los aña y la madera del palo borracho (yuchán o samou) que sirve para fabricarlas. El primero fue también registrado por Rocca y Newbery, en Tuyunti. Se cuenta que Jesús y el aña -aquí llamado "el diablo"- realizaron una competencia para comprobar quién era más poderoso, la cual consistía en resistir diversas inclemencias climáticas. El aña fue vencido por el agua helada y, para salvarlo, Jesús cavó un hueco en un palo borracho y lo introdujo en él. Luego tapó el hueco con la corteza y le anunció que allí viviría hasta que llegara su tiempo: "durante el arete te toca salir a vos, salí a divertirte", le dijo. Por eso, nos explicaron, "las máscaras son el retrato de los muertos". El segundo relato nos fue contado en Campo Durán. En el tiempo de los antiguos (aracaé), cuando los chané eran feroces guerreros, existía entre ellos un cacique extraordinariamente fuerte y poderoso. Cuando este hombre murió, su alma se transformó en yuchán. Por eso, nos explicaron, usan esa madera para fabricar las máscaras. De ese modo, el alma del cacique "regresa" y transmite a los enmascarados su poder y su vigor (ipuere).

Sin intentar una interpretación acabada de estos relatos, no es posible negar que en ellos se ve confirmada la relación simbólica, que los nombres de ambos términos insinuaba, entre el aña y su representante, la máscara ritual. Ahora bien, si esa relación explica la materia del símbolo, ¿qué podemos decir respecto de su forma? En otras palabras: ¿por qué, entre todos los símbolos posibles, los muertos son encarnados por una máscara? A falta de los complejos encadenamientos simbólicos que ofrecen las grandes etnografías, nos limitaremos a invocar la relación más sencilla y obvia que el registro nos impone: el aña lleva el cabello volcado sobre el rostro, por lo cual los vivos ya no podrán distinguir a los que han muerto. No resulta insensato pensar que, al conferirles un rostro, las máscaras permiten a estos aña aparecer entre los vivos.

Detallemos ahora los mecanismos que hacen posible esta identificación entre el enmascarado y el aña. A grandes rasgos, los medios involucrados son bastante evidentes: la borrachera, las monótonas danzas que giran incesantemente y la música, que también vuelve cíclicamente sobre sí misma, contribuyen a provocar en los individuos estas ilusiones religiosas. El sujeto no experimenta un estado de posesión, sino que adquiere, mediante los efectos que en él provocan la bebida y el hecho de enmascararse, una existencia distinta de la habitual. Dado que esta transformación no es un elemento aislado, sino que tiene lugar en un contexto ritual, y además sigue ciertas reglas de comportamiento tradicionales, podemos decir que la mera embriaguez -que en contextos "profanos" puede llevar a conductas completamente distintas- toma aquí un significado preciso: no solamente aparta al individuo de su existencia habitual, sino que además lo lleva a participar de una existencia sagrada. Es sólo en este sentido que podemos decir que el enmascarado se transforma en un ser sagrado. Sólo así puede repetirse, con los mismos chané, que la máscara no representa al aña, sino que es el aña.

El carácter sagrado de las máscaras es puesto en evidencia con especial dramatismo y solemnidad en los momentos finales del rito. Cuando la lucha ritual entre el toro y el tigre ha puesto fin a la fiesta, los participantes recorren el poblado pronunciando tristes sentencias de despedida, los ancianos se preguntan si volverán a verse en la próxima celebración, y los enmascarados se dirigen a algún río o arroyo cercano para destruir las máscaras y arrojarlas al agua. Las máscaras rituales -a diferencia de las simples máscaras que representan animales y se destinan a la venta- son definidas como objetos peligrosos. ¿Cómo se manifiesta ese peligro? En el hecho de que, si no son destruidas al finalizar el rito, transmiten ciertas enfermedades a quienes han estado en contacto con ellas. Las máscaras rituales pertenecen a la fiesta, al aña, y no deben salir de su ámbito; quien infringe esta norma, quien las conserva o vende, padecerá terribles enfermedades en la piel y pondrá en peligro la vida de su familia.

¿Cómo puede explicarse la creencia que sanciona la destrucción de las máscaras? ¿Por qué razón éstas se han transformado en objetos peligrosos? Debemos tener presente que, cuando el aña hanti no ha sido utilizado en el rito, no comporta ningún peligro, y no hay necesidad de destruirlo. El origen de su carácter peligroso y contaminante debe buscarse, entonces, en su actuación durante el rito. Hemos dicho que, en ese contexto, las máscaras cumplen la función de representar a los aña, y que éstos son seres sumamente peligrosos, de los cuales el chané debe cuidarse en su vida cotidiana. El contacto entre los vivos y los muertos, entonces, deberá tener lugar en un medio controlado, y serán necesarias ciertas precauciones especiales para llevarlo a cabo. No es arriesgado pensar que la máscara es el medio que permite ese contacto, el objeto que sirve de intermediario entre las almas de los muertos, seres sagrados y poderosos, y los simples hombres. La máscara es el rostro que el joven lleva cuando representa al espíritu; mientras la utilice, será el aña, y su ser social -su definición como "persona"- se verá drásticamente alterado; así, al quitársela, podrá desembarazarse, junto con ella, del carácter interdicto de los aña. No es descabellado suponer, entonces, que la máscara ha sido "consagrada" durante el rito. Es así como se transforma en un objeto impuro, peligroso. Conservar la máscara equivale a conservar al recipiente, la materialización del mismo espíritu que se procura ahuyentar a través de múltiples precauciones (7).

En otras palabras, si la máscara es confeccionada y utilizada como un medio a través del cual estos seres hacen aparición y celebran junto a los vivos, su expulsión será realizada a través de ese mismo medio. El chané que ha representado al aña se ha impregnado, ciertamente, de su carácter impuro; sin embargo, ha realizado esta personificación a través de un intermediario, de un rostro que podrá remover y destruir.

En esta suerte de sacrificio, la máscara representa al objeto que reemplaza al sacrificante y, de ese modo, lo rescata, lo desembaraza del carácter interdicto o peligroso, permitiéndole sumarse a la vida cotidiana. La destrucción de la máscara, entonces, puede verse como la eliminación, del seno de la comunidad, de aquellos seres o fuerzas que el rito invoca o crea, pero que fuera de su ámbito resultan sumamente peligrosos.

Un segundo acto acompaña a la destrucción de las máscaras, y parece confirmar estas líneas. Los chané sostienen que, para evitar las enfermedades no basta con deshacerse de las máscaras: es necesario bañarse con el agua del río y limpiar del cuerpo toda huella de la fiesta. Esto es realizado, fundamentalmente, por los enmascarado, pero también por todos aquellos que han jugado algún papel en el arete, lo cual prueba que el "contagio" de los aña no se limita tan sólo a quienes han usado las máscaras. La visita de los muertos afecta a toda la comunidad, por el hecho de haber tomado parte en el rito. En otras palabras, al abandonar la comunidad su estado festivo y regresar al curso de su vida cotidiana, todo rastro del arete debe ser borrado, desaparecer con las aguas. La destrucción de la máscara, las palabras de despedida de los ancianos, las lamentaciones, todo señala que, al final del arete, los aña deben retirarse, llevando con ellos su fiesta eterna.

f. Palabras finales

Resumamos, para terminar, algunas conclusiones generales.

A modo de una conclusión general -y bastante obvia-, observamos que, si bien la vida religiosa de estas comunidades no presenta -como en otros grupos chaqueñossoterrados contenidos esotéricos, extensos dogmas o complejas ceremonias rituales, sí posee una coherencia simbólica tal que, no obstante no hallarse libre de inevitables ambigüedades y contradicciones, al menos permite que las prácticas y las creencias aquí expuestas se respalden y refuercen mutuamente.

Respecto al alma de los muertos, hemos comprobado no sólo su diversidad, sino también su paradójica localización: si bien los aña parten tarde o temprano hacia el iwoca, del cual sólo regresarán para la fiesta del arete, también aparecen merodeando la aldea y -en especial- sus sepulturas. En cuanto a los diferentes destinos de ultratumba que siguen las almas del muerto, podría pensarse -aunque ya no sea posible comprobarlo- que los indígenas han entregado al destino cristiano una entidad vaga y generalizada, reservando para su propio estado paradisíaco tradicional aquella forma del alma en la cual reside la individualidad de los hombres, y a través de la cual tiene lugar la continuidad de la "persona" entre un estado y el otro. Al respecto, hemos podido apreciar que los ritos fúnebres constituyen un verdadero pasaje que "crea" una nueva identidad en el chea del difunto; en otras palabras, que la muerte puede ser considerada como un segundo nacimiento y el comienzo de una nueva existencia para el individuo -el cual, sin embargo, no es dado por la naturaleza sino que debe ser "creado" mediante el rito-.

Es interesante advertir que los actos rituales de desagregación del muerto a la comunidad de los vivos, realizados en el marco de las ceremonias fúnebres, poseen su opuesto simétrico en los ritos de agregación del aña, practicados en el iwoca por la sociedad de los muertos. Así, no resulta arriesgado suponer que este rito, realizado en el submundo tras un período de espera durante el cual las prescripciones del luto son más rigurosas y el peligro del muerto más extremo, al "iniciar" al alma en su nueva condición, cumple la función propia de las exequias definitivas descritas por Robert Hertz, las cuales -no obstante pudieron ser halladas en otros grupos de origen tupiguaraní- hoy no son practicadas por los chané. Respecto a la "morfología" de la sociedad del iwoca, comprobamos que, si bien continúa las relaciones de parentesco, no constituye una simple reproducción de la comunidad; al liberarse de los apremios exteriores y las necesidades físicas, representa más bien la realización del deseo colectivo, del ideal social de los chané: la fiesta eterna. Este elemento de contraste con la sociedad de los vivos es reforzado por una inversión en el marco temporal de la vida social del iwoca, la cual -como sucede en épocas del arete- tiene lugar sólo durante la noche, y languidece hasta casi extinguirse durante el día.

¿Qué podemos decir acerca de la influencia que las misiones han tenido sobre estas prácticas y creencias? En primer lugar, debemos señalar que la oposición entre el chea y el ecove tiene lugar de un modo mucho más acentuado en Tuyunti que en Campo Durán, donde suele hablarse sobre todo del aña. En efecto, en la primer comunidad, donde la influencia de la evangelización es mucho mayor, la oposición entre la vida tradicional y el modelo de "buen cristiano" predicado por los misioneros, parece traducirse y superponerse a la oposición entre estas dos almas que habitan en el hombre.

Así, el ecove -que en principio, a juzgar por las crónicas y la literatura etnográfica de principios de siglo, no habría designado más que a la vida en términos generales- ha pasado a designar al alma cristiana, y se le ha atribuido un destino propio, distinto del tradicional iwoca. En segundo lugar, es evidente que la evangelización a contribuido a "demonizar" al aña. En efecto, entre los chané, el carácter impuro y peligroso de los aña se superpone con el uso que se da a la palabra para designar al "diablo", al demonio cristiano. Como sabemos, al evangelizar a las tribus tupí-guaraní, los misioneros se sirvieron del término tupä (el temible dios tupinamba del trueno) para traducir el concepto de Dios; entre los chiriguanos y chané, esta función fue cumplida por la palabra túmpa, la cual -en alguna medida junto con guazu ("grande")- pasó a designar la cualidad de lo sagrado, lo poderoso o lo potente. Mientras tanto, la figura del demonio cristiano se superpuso entre los tupinamba a la de los "genios del monte" (quienes eran una permanente amenaza para los hombres, merodeaban las tumbas, devoraban los cadáveres y se llevaban consigo las almas de los cobardes difuntos), entre los cuales destacaba agnan o aña. Hoy, todos los chané, incluso aquellos que no viven en misiones, traducen la palabra aña como "diablo", y llegan a hablar del arete como "la fiesta del diablo". Sin embargo, es importante distinguir la significación exacta que dan a esta palabra. Pues de ninguna manera puede decirse que se haya logrado categorizar, en la mentalidad chané, a estos seres bajo una oposición rígida signada por el Bien y el Mal. Los aña, no obstante su permanente peligro, conservan la ambigüedad propia de su carácter sagrado (8). ¿Cómo se traduce esta ambigüedad? Como ha quedado claro, el carácter impuro y contaminante de los muertos puede ser advertido no sólo en las precauciones más evidentes que los parientes toman para evitar su aparición y desviar su acechanza, sino también en ciertas prácticas secundarias del ritual fúnebre; así, pues, constituye una condición necesaria para interpretar actos como la prohibición de pronunciar el nombre del muerto durante cierto período, o la separación que se mantiene entre la tierra y el cadáver en estado de putrefacción. Sin embargo, la celebración de la fiesta del arete supone la anulación de esa distancia, mantenida estrictamente durante el resto del año, entre los vivos y los muertos. Así, la fiesta da cuenta de la ambigüedad del carácter sacro de los aña, cuya llegada es propiciada por los mismos chané, y en cuya comunión la comunidad parece encontrar un mecanismo de reproducción imprescindible.

NOTAS

1 Este trabajo se realiza en el marco de un proyecto de investigación financiado por Fundación ANTORCHAS.

2 Al referirse a sus diversas almas, los chané parecen anteponer, casi siempre, el posesivo (en este caso, che) al sustantivo. Así, usan alternativamente los términos che-recove ("mi espíritu") y ecove (al parecer, "espíritu" o "vida"). El caso es más dramático respecto a la segunda alma, denominada en casi todos los casos chea. La palabra "che-a" significaría, en términos estrictos, "mi alma". Es así que í-a nos fue traducido como "alma de otro", y ne-a como "alma de usted" Muchos autores señalan que, entre los chiriguano, la palabra "a" designa al alma. Según sabemos, entre los Tupinamba y otros grupos guaraní, la "sombra", el fantasma, era denominado à. Sin embargo, si bien los mismos chané describen al chea como una sombra, no los hemos escuchado utilizar la palabra "a" por separado. Por lo tanto, aquí nos conformaremos con la palabra empleada con mayor frecuencia por ellos mismos en nuetras conversaciones, chea, y nos limitaremos a plantear este problema sin intentar resolverlo.

3 Es posible, incluso, desconfiar del destino celestial del ecove, pues los chané no parecen poseer creencias positivas acerca de la vida que el espíritu lleva en el ara, más allá de unas vagas conjeturas.

4 En Tuyunti, la comunidad chané con más influencia misionera, algunos chané describieron al "cielo" (destino de ultratumba del ecove) como el exacto reverso del iwoca: se trabaja todo el tiempo y nunca hay "carnaval". Incluso quienes describían al iwoca como la "casa del diablo" hablaban con sumo entusiasmo y alguna envidia de la vida que las almas llevan allí.

5 En Tuyunti nos fue referida la historia de dos muchachos que transportaban mercadería, y al atravesar el monte encontraron la entrada al iwoca; según contaron, en la "fiesta de los muertos" había gente de todas las edades, y las personas se veían iguales a los vivos. Tanto es así, que estos intrépidos viajeros se acostaron con dos muchachitas. Cuando despertaron, al día siguiente, se encontraron durmiendo junto a dos zorros, en medio del monte.

6 Esta relación entre el iwoca y la fiesta puede aclarase si consideramos los testimonios relativos al otro destino del alma después de la muerte: el cielo. En Tuyunti, los chané cuya conversión al cristianismo era más profunda, describían al "cielo" (ara) como el exacto reverso del iwoca: allí se trabajaba todo el tiempo y nunca había "carnaval". Para llegar a este lugar, dijeron, el ecove debía atravesar una serie de pruebas similares a las que enumeraba De Nino para el viaje al submundo chiriguano: ahí están las piedras que se cierran, el fuego y el agua hirviendo; los pecadores nunca resisten estas pruebas y caen en el camino. Ahora bien; los mismos chané que describían al iwoca como la "casa del diablo", hablaban con sumo entusiasmo y alguna envidia de la vida que las almas llevan allí. De buena gana, admitían que les hubiera gustado ir, y que los aña viven felices porque la fiesta no termina nunca. En Tuyunti, el contraste entre la vida en la tierra de los muertos y la vida en la misión es evidente: "Ahí dicen que no termina la fiesta, sigue siempre el carnaval. Porque la fiesta son de ellos. Por eso el Padre C. no dejaba hacer fiesta de carnaval aquí, porque la fiesta de carnaval es de los aña, de los diablos."

7 Es necesario notar que este proceso no es representado a través de ideas bien definidas. El chané no piensa, por ejemplo, que el espíritu "habite" en la máscara. Las nociones que alimentan su funcionamiento son mucho más vagas, mucho más presentidas que concebidas -así como son indefinidos los castigos que condenan su infracción-, y sus fragmentos deben recogerse en diversos contextos de la vida social. Pero no por eso resultan menos eficaces.

8 El P. Giannechini aclara las intenciones de los misioneros a este respecto: "Nosotros, en las instrucciones catequísticas, aprovechando de esta idea, hemos adoptado el vocablo aña, para hacerles comprender un concepto exacto del espíritu maligno Lucifer y demás ángeles rebeldes" (1916, p. 8). Sin embargo, el concepto indígena de aña no puede ser traducido en términos de lo "diabólico"; pues, al calificar las creencias indígenas mediante esta palabra, se les atribuye un contenido ético concreto que, si bien puede formar parte de las enseñanzas y ambiciones de los misioneros, difícilmente pueda encontrarse en las mismas creencias, aún cuando éstas sean claramente sincréticas. No se trata de emprender la vana tarea de distinguir las ideas y creencias "tradicionales" de aquellas impuestas por la evangelización, sino tan sólo de no confundir los perfiles nefastos o impuros de las creencias indígenas actuales, con una categoría tomada exclusivamente del universo cristiano. Lo "fasto" y lo "nefasto" son dos caras de un mismo estado, y, como lo muestra la actitud de los vivos hacia estos ancestros, son reversibles entre sí. Lo "divino" y lo "diabólico" -más allá de algunas sutilezas teológicas o filosóficas- representan categorías ontológicas y éticas mucho más fijas o inamovibles.

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Fuente:
X Jornadas sobre Alternativas Religiosas en Latinoamérica
Asociación de Cientistas Sociales de la Religión en el Mercosur
3 al 6 de octubre de 2000

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